Quizá ya no recuerden el post pasado porque lo escrìbí hace 3 meses y dije que es la antesala de lo que escrbiría en este. Así que ya no la hago más larga.
Uno de los lugares que más disfruté de mi corta, pero significativa, estadía en Venezuela fue Maracay. No solo porque, a diferencia de Maracaibo, el calor no era infernal, sino también por la gente que conocí. Todas son personas extraordinarias, desde mis vecinos del edificio Manire en la urbanización San Jacinto, hasta mis amigos del colegio La Calicantina, donde pasé dos extraordinarios años.
En uno de esos días rutinarios, cuando lo que menos imaginas es recibir una sorpresa - y vaya que fue la mejor del año- me llegó un mensaje de un amigo de Venezuela, de Maracay y de la Calicantina. En ese mensaje me decía que por cosas del destino (o de no sé quién) vendría al Perú. Días después aterrizó en el Jorge Chávez y no solo me trajo su magnífica presencia sino toda una avalancha de recuerdos y emociones que despiertan en mí ese país.
Me pareció increíble descubrir como una persona a la que dejaste de ver hace quince años, puede conservar intacta la misma sonrisa, los mismos gestos y una forma de ser extraordinaria.
Si soy completamente sincera, a mí no me entusiasma inflar el pecho por la comida peruana, pero debo aceptar que verlo disfrutar un plato de anticuchos (¡Gracias Tío Mario!) y verlo tomar un pisco sour, me llenó de orgullo.
No sé si las personas se pueden dar cuenta lo que significan para otras. En ese momento no era solo un reencuentro con un amigo, era un reencuentro con todo un país, que fue y sigue siendo mi segunda casita y fue bonito agradecerlo, aunque sea un poquito, con pisco y anticucho.
Esta canción la escuchaba bastante en Venezuela.
martes, 23 de noviembre de 2010
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