miércoles, 25 de agosto de 2010

Sin barrio

No es muy agradable para mí hacer esto, pero servirá para que se comprenda mejor el pròximo post que escribiré. El texto que sigue lo hice en mis (no muy lejanos) 22 años y explica todas las idas y venidas antes de afincarme en mi actual barrio: Surquillo.

Algunas veces envidio un poco a los que tienen barrio. Cuando digo esto, me refiero a las personas que nacieron y vivieron muchos años en un mismo lugar. Conocen perfectamente a sus vecinos, con virtudes y defectos, sus calles y sus olores. Nunca pude tener un barrio. Por razones que no comprendo pasé mucho tiempo mudándome.

La primera, en la lista de mudanzas que hice, me la tuvieron que contar. Yo era muy pequeña y los recuerdos de mi primer hogar en Monterrico son muy vagos. Solo retazos de imágenes mezclados con rostros sin nombre. Una trocha de tierra era lo que hoy llaman la avenida Caminos del Inca.

Las casas eran iguales, de un piso y con un diseño simple, como cajas de fósforo ordenadas en la bodega para ser vendidas. Ahí viví desde que nací, hasta los cuatro años. Después mi familia que está conformada por padre, madre y hermana, decidió romper con mi primera oportunidad de tener un lugar donde asentarme.

La casa de los abuelos maternos nos recibió. Desde aquí mis recuerdos son más claros. A pesar de vivir en el mismo distrito, Próceres -que era el nombre del nuevo barrio- era diferente de Monterrico. Aquí las casas ya habían roto la monotonía del primer piso, y se habían estirado hasta alcanzar el segundo y en algunos casos el tercero.

La Panamericana Sur serpenteaba como una culebra gris a pocos pasos de la casa. La leche ya no la dejaba en la puerta el lechero. Había que llevar el balde y caminar muchas cuadras de tierra hasta un establo cercano donde un señor arrugado jalaba como chicles las tetas rosadas de la vaca más gorda.

Era el año 87 y las noches marcadas por apagones y señales luminosas en los cerros de San Juan de Miraflores, donde brillaba la hoz y el martillo celebrando la caída de alguna torre, eran fascinantes para mí. Mientras los senderistas sembraban terror en Lima, hermana y yo salíamos de la casa para jugar en la oscuridad forzada de la calle.

Ya me estaba acostumbrando a la vida en Próceres, cuando padre y madre tomaron la decisión de cambiar nuevamente de casa, y esta vez no sería otro distrito, sería otro país. Así terminé en Venezuela.

Ya había cumplido ocho años y madre había viajado el año anterior para preparar nuestra llegada, extrañaba mucho a madre, por eso la idea de irnos me entusiasmaba. Pensaba que lo más difícil de hacer el viaje era elegir qué me llevaría, qué dejaría de recuerdo y a quién.

No tenía muchos juguetes y unos eran más queridos que otros, así que comencé la separación de cada objeto que me llevaría al nuevo hogar y de los que se quedarían a compartir con otro dueño horas de diversión. El viaje iba a ser terrestre, así que después de depurar mis juguetes lo único que llevé fue un par de peluches.

Llegó el día de viajar y ahí experimenté realmente la parte más difícil de mi nueva mudanza, separarme de mi familia. Primos, tíos, abuelos, todos éramos una tormenta de lágrimas en la agencia de TEPSA. Así comenzó la mudanza más larga, duró exactamente cuatro días de viaje por tierra.

Durante esos días cruzamos Ecuador y Colombia cambiando continuamente de ómnibus, cruzando cada frontera lo más silenciosamente posible, porque si bien teníamos pasaporte, le faltaba ese sello azul que muchos ansían para poder abandonar el Perú, la visa. Pero esas preocupaciones quedaban para padre, pues hermana y yo, nos divertimos todo lo que pudimos en cada país que pisamos.

Llegamos a Venezuela un 12 de diciembre del 1991, para ser más exacta a la ciudad de Maracaibo, la fortaleza petrolera del país. No fue difícil instalarnos pues con la ayuda de dos tíos que ya vivían ahí mucho tiempo, madre pudo alquilar un departamento cómodo.

Raúl Leoni, era el nuevo lugar de reposo. El cambio de ambiente no fue muy fuerte para mí. Lo que más me inquietaba era el cambio de escuela. Llegué a cursar tercero de primaria en un colegio llamado, Nuestra Señora de Guadalupe, y al contrario de lo que esperaba, mis compañeros me recibieron muy bien.


Lo que pensé sería una barrera de comunicación con mis nuevos amigos venezolanos, se convirtió en un imán que atrajo la atención de ellos. El hecho de ser extranjera me benefició, porque en las primeras dos semanas ya tenía muchos amigos.

Al año de llegar a Venezuela, padre consiguió trabajo en una ciudad ubicada a doce horas de Maracaibo y a dos de Caracas, la capital. Compró un carro de segunda y se mudó a Maracay, vivía ahí de lunes a viernes, los fines de semana subía al viejo Ford y conducía doce horas hasta cruzar los ocho kilómetros del puente sobre el lago de Maracaibo, en la otra orilla lo esperábamos nosotras.

Padre pasó un año yendo y viniendo, hasta que el dinero fue suficiente para pensar en la tercera mudanza. Volvimos a guardar nuestras chivas para desempacarlas en Maracay.

Esta ciudad difería en muchas cosas de Maracaibo, donde el aire acondicionado en cada tienda, casa u oficina, no era un lujo sino una necesidad, para aplacar los cuarenta grados en un día normal de sol. El clima no dejaba de ser cálido pero se podía salir a la calle sin un sombrero en la cabeza.

La ciudad era pequeña, tanto que podías ir casi a cualquier lugar caminando. Y la gente no hablaba con esa mezcla de dejo colombiano-argentino que caracteriza a los “maracuchos” y que para ese momento ya había invadido mi manera de hablar.

Maracay fue el rincón venezolano donde me arraigué más. Incluso pensé que por fin habíamos encontrado el lugar ideal para vivir, que ya no habría más mudanzas, más maletas hechas y deshechas; finalmente tendría un barrio, lejos de mi país, pero en un sitio que conocería como la palma de mi mano.

Lo que pasó después fue que la crisis venezolana nos mandó a mudar de vuelta al Perú. Los abuelos maternos ya no vivían en Lima, la nostalgia los llevó de regreso a Piura de donde salieron cuando eran jóvenes. No nos quedó otro recurso que buscar cobijo al otro extremo del árbol genealógico.

Esta vez los abuelos paternos nos abrieron las puertas de su casa en San Juan de Lurigancho por ocho años. Ocho años en los que padre y madre tuvieron que reconstruir nuestra vida pues regresamos para empezar de cero.
Ahora tengo veintidós años vivó con padre, madre y hermana en un lugar propio en el distrito de Surquillo. Recuerdo con nostalgia todos los lugares que fueron mi hogar ahora que ya es muy tarde para tener un barrio.



Les dejo dos canciones. La primera del grupo Desorden Público, que me trae muy buenos recuerdos de ese hermoso país que es Venezuela donde pasé unos de los mejores años de mi vida. Y el segundo video es una de las canciones màs bonitas del mundo del excelente compositor y músico venezolano Simòn Dìaz (verdadero autor de Caballo Viejo)